En general,
muchos de nuestros abuelos (hablo de la generación de quienes nacimos en
los 60) no tuvieron una vida sencilla, lo que sin duda forjó sus
hábitos económicos.
Pese a sus
limitaciones, sacaron adelante hijos y labores a base de coraje y
sentido común, un ejemplo de vida del que todos deberíamos aprender.
Este artículo pretende ser a la vez un homenaje y una breve
recapitulación de lecciones vitales.
Mis abuelos
me enseñaron que la seguridad financiera, salvo contadas excepciones, es
algo que se consigue a largo plazo, nunca en dos días. Ese largo plazo
requiere decisiones y renuncias difíciles, muchas renuncias. Ellos
entendían mejor que nadie la diferencia entre “querer” y “necesitar” y
sabían que la verdadera riqueza se sustenta mayoritariamente en cosas
que no se pueden comprar con dinero.
Esa misma
visión a largo plazo implicaba que uno no debía endeudarse más allá de
lo que sus recursos le permitían, porque de otra forma se perdía la
capacidad de escoger y prosperar en el futuro. Si, por el contrario, uno
contraía deudas voluntariamente, debía honrarlas y pagarlas en tiempo y
forma; así se comportaba una persona de bien.
Mis abuelos,
por supuesto, sólo entendían un tipo de trabajo: el trabajo duro. La
suerte era bienvenida, pero no solía llevar el pan a la mesa. La
constancia, la responsabilidad y la lealtad formaban parte de su cultura
del esfuerzo. Y sí, se enorgullecían de sus logros materiales, por
pequeños que fueran, ya que eran vástagos de ese esfuerzo. A pesar de
las estrecheces, fueron generosos en el regalo y en la solidaridad con
los suyos, ya fueran familia o vecinos.
Ya desde muy
jóvenes, hicieron de todo para salir adelante. Las diferentes
ocupaciones de mi abuelo, por ejemplo, podrían dar pie a varios
artículos. Las desempeñó todas como creía correcto, esto es, con
dedicación y dignidad. Cualquier trabajo era digno si empleador y
empleado se comportaban honestamente, incluso sin contrato de por medio.
Bastaba un apretón de manos. Para él, trabajar bien y ser retribuido
justamente por ello era una de las grandes recompensas de la vida.
Llegar a casa con la semana en el bolsillo y dársela a mi abuela siempre
constituyó una de sus íntimas felicidades. Era ella quien administraba y
ahorraba con mano de hierro. Huelga añadir que la necesidad de ahorrar
se daba por descontada. Era parte del orden natural de las cosas. Gastar
menos de lo que se ganaba significaba un camino virtuoso. Sin atajos.
Pienso que
en todo su devenir vital subsistía una idea fuerza: la irrenunciable
responsabilidad personal sobre sus acciones, la asunción de que nadie
iba a hacer las cosas por ellos y de que el buen o mal proceder, por
modesto que fuera, estaba en sus manos, incluso en medio de las mayores
dificultades. Eran serios, austeros, confiables, previsores y, por
encima de todo, se respetaban a sí mismos tanto como respetaban a los
demás.
Una lección que no deberíamos olvidar en estos tiempos.
Fuente: domesticatueconomia.com Por: Sebastián Puig Soler
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